Llevaba unos días la sierra blanca, vista desde lejos era un continuo reclamo para acercarnos a ella, especialmente los días claros de cielo azul. A pesar de que no salió el día claro, decidimos ir a la nieve, pensando que como mucho la tocaríamos, no mucho más.
Camino de La Covatilla, un cielo enmarañado se confundía en el horizonte con la sierra. La temperatura era excelente. Béjar con su espalda blanca, parece un pueblo de alta montaña, por lo menos de Los Pirineos. Tuvimos que subir bastante para encontrar las primeras nieves amontonadas a orilla de la carretera. A medida que el inmenso mar paisajístico se iba colando ante nuestros ojos, la montaña era más blanca.
Mucha nieve arriba, complicado para realizar una larga travesía sin el calzado adecuado para ello. Por otra parte mi dolorido tendón de Aquiles seguía sin darme muchas alegrías. Con esos mimbres nos lanzamos a tejer un canasto donde ir metiendo lo que nos deparase el día. Mucho asfalto para aparcar tenía la estación de esquí, a pesar de ser un día bueno para practicarlo. De vez en cuando aparecía un esquiador desde arriba siendo dueño de toda la nieve, qué diferencia de las imágenes de las pistas atiborradas de gente en estaciones de otros lugares.
Nos pusimos manos a la obra. Teníamos intención de llegar a La Ceja, dependiendo de cómo estuviese la nieve y el camino. Al tercer paso ya habíamos pisado la nieve, el sendero apenas visible se dejaba entrever gracias a los hitos que sobrevivían sin ser sepultados. Nos dirigimos hacia las cumbres, pronto nos asombramos de la garganta del Oso, aquella ruta que se nos atragantó, dándonos por derrotados y regresar por otro camino. Menos mal, pues ¡hay que ver lo que nos quedaba!
El sendero se aproxima a las vallas de la estación de esquí, discurre paralelo a una acequia que de vez en cuando es visible, por la que baja un caudal considerable de agua limpia y fría. También baja de guindas a brevas algún esquiador, como perdido y despistado, parecen desorientados.
Entre unas cosas y otras, sin darnos cuenta, apareció al fondo de la garganta Béjar, una impresionante vista de la antigua ciudad textil que no ha conseguido recuperarse de tan gran pérdida. Lo que cuesta ganar y lo fácil que es perder, dos verbos con significados tan distintos. Ya lo dice Marta Sanz, es el valor de las palabras, escribir es colocarlas de manera armónica para que expresen ideas, emociones, sentimientos, eso es lo difícil.
A veces el contexto te lleva a intentar expresar sentimientos espontáneamente. A esas alturas de la mañana teníamos ante nosotros un paisaje difícil de describir, casi imposible negarse a girar hacia la derecha, olvidar el tendón y ponernos manos a la obra.
El cielo seguía envuelto de un velo que de vez en cuando se rasgaba, dejando entrar una luz que se amplificaba por el efecto de la reflexión. Comenzamos a pisar nieve en condiciones, más de un metro, teniendo en cuenta cuando caíamos en una trampa y metíamos la pierna entera. Decidimos seguir las huellas de los que habían recorrido el trayecto días anteriores, especialmente los que llevaban raquetas, la nieve ofrecía mejores garantías.
Una subida tendida, interminable, cuya cima era un misterio, nos llevó su tiempo y su energía. Cuando al final conseguimos estabilizar la subida al llegar al Calvitero, pensamos que no habría sido una mala opción hacer en esa vaguada la estación de esquí.
Como buenos jubilados, no nos privamos de opinar y ofrecer soluciones, me imagino que todo lo estudiarían en su día los técnicos. Alcanzar un falso llano supuso un alivio para las piernas. La vista y las emociones ganaron una fortuna. Las montañas cubiertas de nieve son imágenes que por sí solas compensan la caminata.
En medio una soledad embriagadora, la mente no deja de trajinar acerca de la realidad que has ido dejando poco a poco a medida que asciendes. Un mundo guerreando, arrasando vidas, ciudades, un espectáculo que día a día se nos cuela mientras comemos, haciéndonos sentir impotentes ante tanta tragedia. Tantas diferencias sociales que hacen que la vida para muchos niños sea una carrera de fondo con muchos baches, algunos insalvables.
En algo parecido pensarían dos esquiadores, que por sorpresa rompieron nuestra soledad, al desistir de bajar por una ladera de un gran desnivel. Avanzamos hacia el sur. Hay círculos sin nieve, parecen parvas sin cereal, una incógnita que despejamos, no sin esfuerzo. La nieve había sido arrastrada por el viento que ahí sopla con ganas y estampanada contra las rocas, formando figuras muy sugerentes, arte en la naturaleza.
Estamos ante un escenario sobrecogedor, rodeados de nieve de un blanco luminoso, la mente se queda también en blanco, una especie de reseteo para eliminar mucha basura que vamos almacenando sin darnos cuenta. La montaña y especialmente la nieve tienen un gran poder sanador para el cuerpo y el espíritu. Cuando no me las prometía felices para el talón de Aquiles, se portó como un jabato, sin molestias a partir de ese día.
Alcanzamos la meta, La Ceja completamente blanca, al fondo los Hermanitos y Hoya Moros, las lagunas de El Trampal cubiertas de nieve. Encontramos un buen comedor para reponer fuerzas, sentados en dos puntas de rocas que se habían salvado de quedar bajo la nieve. Había que hacer un ejercicio de memoria para imaginar lo que había debajo del manto blanco, piornos de gran tamaño y rocas escondidas.
Conseguido el objetivo, iniciamos el regreso. El sol hacía de foco enorme, iluminando nuestro camino, rodeados de una niebla a media altura que añadía más belleza al escenario. Hicimos la bajada bastante mejor que la subida, a pesar de que la temperatura había hecho estragos en la nieve, por lo que más de una vez caímos en su trampa. Atrás iba quedando una ruta espectacular caminando por la nieve que guardamos en el canasto.